‘No miren arriba’ y la autodestrucción como espectáculo ‘No miren arriba’ y la autodestrucción como espectáculo

‘No miren arriba’ y la autodestrucción como espectáculo

‘No miren arriba’ demuestra el agujero negro que son las redes sociales para la conversación sobre grandes problemáticas.

Lalo Ortega   |  
28 diciembre, 2021 12:02 PM
- Actualizado 12 enero, 2022 12:07 PM

Hoy en día, es probable que ninguna experiencia sea más frustrante y absurda que intentar dialogar sobre cualquier cosa en redes sociales. Es como gritar algo al vacío, recibir una opinión radicalmente contraria a cambio, para que todo el asunto sea olvidado unas horas después. No miren arriba (Don’t Look Up), de Netflix, es quizá lo más cercano a dicha experiencia hecha película.

La película, que bien podría describirse como una sátira de desastres, es dirigida por Adam McKay, en su primer largometraje desde La gran apuesta (The Big Short) y El vicepresidente: Más allá del poder (Vice) que se basa en acontecimientos totalmente ficticios (aunque “posibles”, como dicen los materiales promocionales de Netflix, distribuidora de la producción).

No miren arriba sigue al astrónomo Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y a su estudiante, Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence), quienes realizan un terrible descubrimiento: un cometa está en curso de colisión con la Tierra, lo que deja a la humanidad con sólo seis meses para prevenir su propia extinción.

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Sin embargo, sus intentos por alertar al mundo para tomar acción son inútiles: la presidenta de los Estados Unidos, Janie Orlean (Meryl Streep), decide no hacer nada para proteger su situación política. En los medios de comunicación, el tema es tratado con ligereza, como parte de una agenda de entretenimiento para incrementar ratings. Kate tiene un exabrupto de desesperación al aire, pero el asunto no trasciende más allá de unas risas y memes en internet, antes de que el mundo pase a lo siguiente.

Si la película se tratara únicamente del meteorito, No miren arriba sería la completa antítesis de la clásica Impacto profundo (Deep Impact), de 1998. En ella, cuando se descubre que un asteroide podría destruir la Tierra, los Estados Unidos y Rusia unen fuerzas para lanzar una misión al espacio y desviarlo de su curso. Es una película esperanzadora; la de McKay es una expresión de absoluto cinismo.

Pero es evidente que esta sátira no es una típica película de desastres sobre un meteorito, sino una metáfora (francamente burda) sobre el inminente desastre climático, y la descarada inacción de los líderes mundiales en favor del beneficio económico de unos cuántos. La producción se esfuerza (un poco de más) por establecer paralelos entre acontecimientos recientes del panorama social y político estadounidense.

La sátira imita a la vida

Janie Orlean es establecida como una antigua estrella televisiva convertida en presidenta de los Estados Unidos, lo que, a pesar del género invertido, la pone como una parodia del expresidente Donald Trump. Si eso no era evidente, las decisiones del personaje refuerzan todavía más los paralelismos.

Durante su gestión, Trump fue razonablemente criticado por decisiones como, por ejemplo, sacar a los Estados Unidos del Acuerdo de París, establecido en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas para tomar acciones globales contra el cambio climático.

Otro ejemplo fue su manejo de la pandemia de COVID–19, contraviniendo las recomendaciones de expertos científicos (como el Dr. Anthony Fauci) para mejor optar por politizar la implementación de medidas sanitarias a su favor. En la película, la presidenta termina creando el movimiento “No miren arriba”, para negar la existencia del cometa y señalarlo como una mentira creada para afectar su popularidad.

Meryl Streep en 'No miren arriba'
¿Recuerdan la vez que Donald Trump miró directamente a un eclipse? (Crédito: Netflix)

Según el propio McKay, el personaje de Janie Orlean en realidad es una amalgama de Trump, pero también de otros presidentes, como George W. Bush, Clinton y Obama (este último muy “blando y acogedor” con los ricos, comenta el director).

Pero el paralelo específicamente con Trump se refuerza con el personaje de Jonah Hill, quien interpreta a Jason Orlean, jefe de gabinete de la Casa Blanca… e hijo de la presidenta. Un nepotismo inepto que recuerda a las designaciones de Ivanka Trump (hija del expresidente) y Jared Kushner (esposo de esta última) al gabinete trumpista.

Y claro, también está Peter Isherwell (Mark Rylance), el CEO de la tecnológica MASH, compañía ficticia fabricante de smartphones que satiriza a Apple, pero cuya influencia política recuerda más a Mark Zuckerberg y Facebook.

Tal es su poder que, cuando el gobierno de Estados Unidos finalmente lanza una misión para destruir el cometa, Isherwell logra que Orleans la cancele a medio camino. La razón: el meteorito contiene grandes cantidades de minerales necesarios para fabricar smartphones, y como buenos capitalistas fuera de control, no están dispuestos a destruirlo sin intentar sacarle beneficio económico.

No miren arriba
Empresarios tomando decisiones de vida o muerte para todo el planeta (Crédito: Netflix)

Los paralelos de No miren arriba son evidentes para cualquiera que revise los medios de comunicación (o por lo menos, Twitter) de forma recurrente. Sin embargo, se trata de una sátira superficial: la cacofonía de los medios en la era de internet, obsesionados con encontrar la efímera tendencia del día antes de arrojarla a la basura, también resultará obvia para los espectadores más críticos.

Y es que, de hecho, en su representación de la absurda banalidad mediática, la película muestra una contradicción que pone en evidencia su propia inutilidad, una que casi roza la hipocresía.

La paradoja de No miren arriba

Uno de los comentarios que más se esfuerza por presentar la película, es lo enfrascada que está nuestra sociedad en las redes sociales: una cámara de eco en la que incluso una amenaza a la existencia planetaria es desgastada por la ola de memes y tuits hasta extinguirse.

En efecto, si nos viéramos amenazados por un cometa que se estrellará con la Tierra dentro de seis meses, quizá sucedería algo muy similar: los especialistas aparecerían en televisión para un pequeño segmento, haríamos memes sobre ellos, y estaríamos demasiado ocupados politizando el tema o argumentando teorías de conspiración, como para exigir a nuestros líderes tomar acción. Es básicamente lo mismo que sucede en Twitter alrededor de las noticias falsas sobre el COVID–19 o sobre la figura de Greta Thunberg.

En No miren arriba, llega un punto en el que el hecho es indiscutible: el cometa está demasiado cerca para negar su existencia. Sin embargo, la maraña mediática ya está demasiado enredada para deshacerla. Mientras el gobierno y MASH mantienen su postura, Mindy y compañía emprenden una campaña de redes sociales (llamada “Miren arriba”) para exigir acciones.

El colmo es cuando Ariana Grande (bajo el alias Riley Bina en la película) organiza un concierto para generar conciencia sobre la campaña: un enorme acto mediático que llama la atención del mundo entero pero que, ultimadamente (alerta de spoilers) no consigue absolutamente nada. Al final, la última esperanza del planeta es el intento de MASH por extraer minerales del meteorito, en una misión que fracasa catastróficamente y condena a la humanidad.

Y ahí yace la gran contradicción de No miren arriba: como sátira, tiene evidentes aires de superioridad moral (“Esta es una película populista. Es una película para ser vista por muchísima gente”, dijo McKay a Vanity Fair, explicando que la idea vino de su deseo por hacer algo contra el cambio climático).

Pero para todo efecto y propósito, es tan útil como un concierto de Ariana Grande en lo que esperamos sentados (y tuiteando furiosamente) a que nos impacte un meteorito: hablaremos de ella, nos reiremos de las personas a las que satiriza, y sucederá poco más que eso. “La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma”, decía el filósofo y crítico Walter Benjamin. “Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”.

Porque si algo queda claro con esta película, es que cualquier cambio estructural en las esferas política y económica, tiene que venir instigado por alguna forma de acción colectiva más radical que enfrascarnos en una discusión con desconocidos en redes sociales, para olvidarnos del tema en unas horas.

Que es, seguramente, lo que pasará una vez que No miren arriba logre sus verdaderas intenciones en unos meses: ser nominada a algunos premios, quizá ganar un par de ellos, para ser olvidada antes de que llegue abril.