Crítica de ‘La última función de cine’: ¿el arte de las masas? Crítica de ‘La última función de cine’: ¿el arte de las masas?

Crítica de ‘La última función de cine’: ¿el arte de las masas?

‘La última función de cine’ recuerda a ‘Cinema Paradiso’, pero su trasfondo plantea cuestionamientos sobre la transformación del cine

Lalo Ortega   |  
19 mayo, 2023 3:20 PM
- Actualizado 22 mayo, 2023 12:42 PM

Cinema Paradiso. Belfast. Los Fabelman. ¿Cuántas películas semibiográficas no existen ya sobre cineastas que cuentan la historia de cómo se enamoraron del cine durante la infancia? La última función de cine –en salas de cine mexicanas desde este 18 de mayo– es la contribución del director indio Pan Nalin (Samsara) a la prolífica lista.

Los amantes del clásico de Tornatore incluso podrán notar bastantes similitudes superficiales con la propuesta de Nalin. Sin embargo, a pesar de su edulcorada visión inicial de este enamoramiento inicial de un niño con la imagen en movimiento, el director logra dotar su nostálgico viaje al pasado con suficiente sustancia para hacer de él algo más que (díganlo conmigo) otra carta de amor al cine.

¿De qué trata La última función de cine?

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La historia comienza con un niño de nueve años, Samay (Bhavin Rabari), en la aldea rural de Chalala, en la India. Samay vive con una hermana pequeña, su madre y su padre, a quien ayuda a vender té junto a las vías del tren.

Pero la vida del niño está a punto de cambiar. Su padre, que odia el cine por “inmoral”, hace una excepción y decide llevar a toda la familia a una vieja sala para ver una película religiosa. Samay, sin embargo, queda perdidamente enamorado del espectáculo, fascinado por la luz que sale de la pared y crea la magia en la pantalla.

Tan prendado queda Samay por el cine que, en adelante, decide escaparse de la escuela para colarse a las funciones todos los días. Así, acaba haciendo amistad con Fazal (Bhavesh Shrimali), el proyeccionista, quien poco a poco le enseña lo que sabe sobre las películas: cómo se montan, cómo se proyectan y cómo el resultado no es más que un engaño.

Así, Samay y su grupo de amigos emprenden una aventura, limitados por la pobreza que les rodea, para aprender sobre la magia de la luz y proyectar películas.

La última función de cine
“Las historias se vuelven luz, la luz en películas y las películas en sueños”, enuncia Samay en La última función de cine (Crédito: Nueva Era Films)

Basados en esta premisa, es fácil ver en La última función de cine las similitudes con la nostálgica historia de Toto y Alfredo: un proyeccionista acoge a un pequeño entusiasmado con el arte del celuloide, le enseña todo lo que sabe y se convierte en un mentor para él.

La visión edulcorada de Nalin, a la luz de las similitudes con su obvio referente (o uno de tantos, al menos) podría parecer simplista hasta ese punto de la trama. Sin embargo, Samay no ha de vivir el mismo destino prometedor de Toto, y es en ello donde encontramos la posibilidad de interesantes reflexiones, así como valor en los homenajes que el director hace a sus maestros.

No es sólo otra “carta de amor al cine”

Conforme Samay descubre la luz y los principios de la imagen en movimiento, La última función de cine también nos hace conscientes de sus anacronismos. Los personajes viven en un mundo rural, donde apenas pasa un tren de carbón, la sala de cine se cae a pedazos, el proyector es analógico y las películas llegan al pueblo en forma de rollos de celuloide enlatados.

Podría pensarse que estamos en la India de mediados del siglo XX, la misma época en que Toto de Cinema Paradiso creció en Sicilia, Italia. Sin embargo, como nos recuerda un personaje en un par de ocasiones, estamos en el año 2010. La modernidad está por llegar con una ferocidad implacable para compensar sus décadas de retraso.

Quienes sufren las consecuencias, como veremos después, son quienes menos tienen oportunidades (“en la India hay sólo dos castas desde 2010”, explica un profesor a los niños: “los que hablan inglés y los que no hablan inglés”). Contrario a Toto, que viviría para convertirse en un director consagrado en los 80, Samay viviría la desilusión y la injusticia económica del progreso tecnológico.

Conforme presenciamos, junto a Samay, cómo la digitalización simplifica la cadena de suministro del cine como arte y espectáculo, doblegado al mandato del lucro económico; su carácter como “arte de las masas” queda en entredicho. Los económicamente aptos han de dictar qué tipo de cine se produce y se exhibe. Todo lo demás –sean latas de películas, proyectores, proyeccionistas y espectadores– han de ser arrojados a la basura.

“Gratitud por iluminar el camino”, dice una leyenda al inicio de La última función de cine, seguida de una lista de cineastas a quienes Nalin no sólo homenajea durante su historia, sino a quienes tomó como faro en la oscuridad de su viaje para asir y blandir la luz y crear cine con ella. En un medio que se entiende más a sí mismo como industria, exitosos sean quienes luchan para mantenerlo vivo como arte.

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