Crítica de ‘La quimera’: el corazón en el tiempo Crítica de ‘La quimera’: el corazón en el tiempo

Crítica de ‘La quimera’: el corazón en el tiempo

Con un bello realismo mágico, Alice Rohrwacher presenta en ‘La quimera’ un melancólico relato de amor y pérdida. Checa la crítica a continuación.

Lalo Ortega   |  
22 abril, 2024 4:06 PM

Dadas sus frecuentes fugas hacia secuencias que no puede afirmarse si son recuerdos, sueños o imaginación –o un poco de todo a la vez, ¿por qué no?–, puede ser confuso asir el sentido de La quimera (o La Chimera), nuevo largometraje de la italiana Alice Rohrwacher (Lazzaro Felice), en salas de cine mexicanas desde el pasado 11 de abril.

Una definición de diccionario nos dice que una quimera es algo imposible que creemos posible. O en palabras de la propia Rohrwacher, es algo que queremos alcanzar pero que ni podemos. Una idea que existe en un lugar entre la imposibilidad y la contradicción, tan paradójico como inviable.

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Porque La quimera comienza en 1980 con nuestro héroe, un joven arqueólogo inglés llamado Arthur (Jack O’Connor, The Crown), que regresa en tren a su hogar en la Toscana luego de haber estado lejos un tiempo. Parece culto y fascinante para sus compañeras de vagón, pero pronto es delatado como un exconvicto. De súbito, es un marginado.

No tardamos mucho en comprender la razón: Arthur perteneció a un grupo de tombaroli, ladrones que sobreviven saqueando tumbas etruscas, para vender las joyas y antigüedades que ahí encuentran.

En principio, él no quiere saber más de ellos. Sólo quiere ver a su suegra, Flora (Isabella Rossellini, Terciopelo azul), la madre de su amada Beniamina. Así conoce a Italia (la brasileña Carol Duarte), la nueva cuidadora de la anciana, que esconde a sus hijos en la casona.

Pero más pronto que tarde, Arthur vuelve a las andadas con los cínicos y alegres tombaroli, quienes están felices de tenerlo de regreso por su singular talento para localizar tumbas. Aunque él no vuelve porque se interese en las riquezas o en el dinero (que de eso, hay bastante en La quimera). Él busca una mítica vía para volver a estar con Beniamina, quien ya no está.

La quimera, de Alice Rohrwacher
Arthur y los simpáticos tombaroli de La quimera (Crédito: Cine Caníbal)

La quimera del tiempo, del cambio y del corazón

A falta de un mejor adjetivo para evitar la adecuada obviedad, el mundo que Alice Rohrwacher nos presenta es quimérico. Y bajo sus leyes, todos los personajes también lo son.

La Toscana que se nos presenta es tan quimérica como el ser mitológico que combina león, cabra y dragón. Arthur y los tombaroli viven sumergiéndose en huecos en la tierra que conducen a vestigios de un pasado. ¿Reciente o distante? Es lo de menos: afuera, la modernidad urbana e implacable aplasta el horizonte, donde coexisten los espacios marginales y populares. Lo que el tiempo ha consumido –los muertos, su arte y los altares para honrarlos– no es más que negocio.

Mentes y corazones también tienden a deambular en el pasado. La memoria senil de Flora la motiva a preguntar constantemente sobre su hija: su recuerdo ha desaparecido, pero su mente es incapaz de evocarlo.

Arthur sí puede hacerlo porque su conexión con Beniamina, como el hilo rojo del destino, persiste a pesar del tiempo. Es su ancla al pasado, en un tiempo que Rohrwacher logra representar en La quimera de forma circular, con una belleza y elegancia con la que Christopher Nolan sólo podría soñar. En el corazón coexisten pasado y presente en onírica e imposible contradicción. Pero el cine lo hace posible.

La quimera (La Chimera)
El pasado en La quimera es siempre distante, fragmentado, elusivo, onírico (Crédito: Cine Caníbal)

Sólo el presente nos pertenece

Las añoranzas, sin embargo, son la mortal y trágica contradicción de los personajes de Rohrwacher. Arthur, por ejemplo, conoce a Italia (piensa en el nombre del personaje por un momento) y comienza a enamorarse de ella. Su corazón, cual viajero del tiempo, está con Beniamina en el pasado. Su presente no está con Italia, sino en el crimen que podría traer a su amada de regreso, pero que la alejó de ella en primer lugar.

Con sus encuadres apastelados, nostálgicos y prolongados –enfatizando el tiempo presente–, La quimera en sí misma existe en esta imposibilidad contradictoria. La directora y guionista nos confronta con el hecho de que, en el imparable transitar del tiempo y en el inevitable ciclo de vida y muerte, nada perdura y nada nos pertenece. Fuerzas fuera de control habrán de llevar nuestras existencias como hojas en el viento, y la belleza será materia efímera. Nadie podrá –ni habrá de– aferrarse a ella, ni de ponerle un precio.

La quimérica paradoja final es que los sueños y recuerdos nos forman, pero han dejado de existir o no existen aún. Hilos rojos hacia la nada que, a la vez, lo son todo. Siempre y cuando, claro, no nos distraigan de vivir en el presente.

La quimera continúa en cartelera. Compra tus boletos para verla en cines.