Crítica de 'El Halcón': bello cine cutre
‘El Halcón’ tiene el privilegio de ocultar sus deficiencias en la excusa del homenaje nostálgico al cine mexicano de luchadores. Checa la crítica.
Terminado el metraje de El Halcón –película mexicana que llega a salas de cine el 29 de febrero–, el mensaje se oye fuerte y claro. Citando un lugar común explotado ad nauseam en la crítica: se trata, sí, de una “carta de amor” al cine de luchadores, aquel enaltecido entre los 60 y 80 por figuras como El Santo, Blue Demon y Mil Máscaras, por mencionar a los más famosos.
En su largometraje debut, el director Eduardo Valenzuela luce no sólo su amor por estos personajes, sino incluso un profundo entendimiento de su rol en el imaginario colectivo mexicano. Sin embargo, en el momento de la ejecución, parece que pesó menos ese entendimiento que el amor, incondicional casi al grado de una ceguera acrítica.
El Halcón es pura nostalgia luchadora
Las películas de El Santo, más que las de ningún otro luchador, fueron producidas casi a granel en la cumbre de su larga carrera. Y todavía muchos años más tarde, han sido retransmitidas de un modo que podría ser devoción o hastío de la rutina, con tanta frecuencia que bien podrían ser uno de los primeros vestigios humanos que los turistas alienígenas encontrarán cuando la humanidad se extinga. En el cine, pocas cosas más mexicanas y perdurables que El Santo.
Pero quien haya visto al menos una de sus películas –cosa común, pues la mayoría de los mexicanos parecen nacer con alguna precargada en el cerebro–, no dejará mentir: su manufactura era indiscutiblemente pobre. La cámara y la edición, torpes; los decorados, raquíticos; los guiones y las actuaciones, pobres. Era un cine que se sostenía en la popularidad de sus estrellas, que trasladaban a la pantalla el lenguaje y la mítica de la lucha libre mexicana (hablaremos sobre ello más adelante).
Nada que reprochar, tampoco, pues eran otras las circunstancias económicas, sociales y políticas del cine mexicano de la época. Esto no le resta valor e incluso, con la distancia que brinda el tiempo, el cine de luchadores acaba consiguiendo un halo de encanto. A mí me gusta decir que era cutre.
Noción un tanto equivocada, si nos atenemos a lo que escribe Alberto Olmos en el ensayo Vidas baratas: elogio de lo cutre. Lejos de asociar tal palabra a lo pobre o lo mediocre (lo que sería el primer instinto), Olmos escribe: “lo cutre es en realidad una noción democrática, liberadora, voluntaria y revisionista”. Sigue: “Ser cutre será ser moderno, es decir, creativo a falta de dinero, perezoso a falta de castigo”.
Si bien Olmos escribe desde otro contexto –el español–, alcanza para extrapolar su concepto de lo cutre a tan peculiar veta de nuestro cine. El autor separa lo cutre de lo proletario, pero sí lo asocia a la ironía y a la simpleza, a un “arte menos tecnológico y un discurso público más encariñado con lo popular”. Y remata: “Lo cutre quedará siempre como nostalgia”.
Es decir que, en su contexto, el cine de luchadores no puede ser definido como cutre, sino simplemente como limitado, quizá torpe o hasta pobre en su manufactura, un poco acelerada por cierta codicia explotadora. El carácter de cutre se lo otorga el cariño nostálgico que sólo crece con el tiempo. Y eso se manifiesta en películas como El Halcón.
Entre el bien y el mal
Incluso cabría decir que el cine de luchadores remite a tiempos más simples. De cierto modo, es verdad: la lucha libre mexicana, en sus rituales y convenciones, no es más que simbólica de la lucha entre el bien y el mal. “Siempre ganamos los buenos”, dice en algún momento del metraje El Halcón (Guillermo Quintanilla, Los (casi) ídolos de Bahía Colorada). Sabiduría casi centenaria de la lucha libre mexicana, condensada en una frase. Valenzuela lo entiende todo.
En ello yace la intención del director y coguionista con El Halcón. La trama trata sobre el veterano luchador homónimo que, luego de una tragedia, se retira en 1976 y llama a otros luchadores a renunciar a sus máscaras, para ceder a la ley sus lugares como héroes justicieros. Décadas más tarde, en 2007, el viejo luchador ahora mantiene una taquería junto a su hijo (Ianis Guerrero, Nosotros los Nobles). Sin embargo, deberá desempolvar la máscara cuando la inseguridad y la corrupción se apoderan de Ensenada y su hijo, quien había decidido hacer tomar cartas en el asunto, es secuestrado.
“La verdad siento que ahora México sí necesita un superhéroe, con toda la violencia que está pasando. La verdad es que desde muchos años a esta parte hemos glorificado el tema del narcotráfico, tanto en la música, como en las películas y demás, y este es un personaje que derrota a los narcotraficantes. El Halcón solo busca la justicia y combate la corrupción, que también es un tema bastante problemático en nuestro país”, explicó Eduardo Valenzuela en una entrevista.
Dicho en otras palabras, El Halcón es un nostálgico deseo por regresar a esos tiempos más simples. Y producto de esa añoranza, realiza un homenaje con devoción: su factura es muy deficiente, pero hemos de asumir que lo es a propósito, porque nos recuerda a los tiempos de El Santo y Blue Demon.
El asunto va desde la falta de sincronía en los diálogos doblados –algo con su gracia y hasta encanto–, pero también se ve en vestuarios y escenarios grotescamente anacrónicos, en una edición que va del día a la noche y de regreso sin lógica alguna, y un trabajo de cámara que, en sus peores momentos, es ininteligible.
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Y hasta ahí, puede estar bien, porque El Halcón es, a todas luces, cutre en su intención. La nostalgia por las películas pobres pareciera justificar hacer una. Pero hay que alzar la ceja cuando, en la reivindicación de ciertos valores, se olvidan otros.
Porque vamos, hay que ser conscientes de que nuestro México todavía es misógino en extremo, pero la nostalgia debería ser inadmisible como justificación de una explotación rancia de lo femenino. Porque, en la trama, El Halcón se alía con la detective Reyes (Ana Jimena Villanueva, Las Bravas F.C.), única mujer en la película que abre la boca para alguna cosa que no sea suplicar por su vida o elogiar a los héroes. Es la única que se salva de ser vil adorno, pero no escapa a la cámara en escenas gratuitas de desnudos o semidesnudos, nalgas en pleno plano detalle.
Sí recibe, sin embargo, sus momentos para lucirse. Pero son tan pocos, en un guión que no brilla por nada más que su cutrez intencional, que el personaje se pierde en lo risible. Mismo asunto con el hijo y con los villanos, caricaturescos en sus tramas y en sus actuaciones. Lorena Vázquez tampoco tenía personajes complejos, pero al menos les brindaba carácter.
El Halcón, pues, es una película tan limitada como el cine que busca homenajear, y puede excusar sus deficiencias en ello. Podrá ser disfrutada por quienes quieran añoren esos tiempos más simples, seguro. Pero la experiencia también se parece a encontrar un dulce de hace décadas bajo el asiento del sofá: despertará nostalgia pura, pero no sabrá muy bien.
El Halcón llega a salas de cine mexicanas este 29 de febrero.
Lalo Ortega es crítico de cine. Ha escrito para publicaciones como EMPIRE en español, Cine PREMIERE, La Estatuilla y más. Actualmente es editor en jefe de Filmelier.
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